sábado, 17 de marzo de 2012

Chopin, el bicentenario de todos.

Hola a todos. En esta oportunidad voy a reproducir un texto de Feinmann nuevamente. un análisis de la 1er Balada de Chopin (un tanto inexacto con respecto a las notas, ya que las que menciona, en muchos casos están equivocadas, por ejemplo, el 1er "la" que menciona, no es "la" , sino "do". Posiblemente se haya confundido en la lectura la "Clave de Sol" con la "Clave de Fa"). Sin embargo y mas allá de los errores, la nota es muy personal y delicada, logrando transmitir en palabras una sensación difícil de explicar. Espero que la disfruten.

"Wladislaw Szpilman fue un pianista polaco. Pudo haberlo sido en muchos momentos de la historia. Paderewski fue otro pianista polaco. Pero murió en 1941 y en Nueva York, lejos de los nazis. Frédéric Chopin fue un pianista polaco y sufrió la devastación de su país por las tropas zaristas, pero desde París en tanto componía espléndidas polonesas, lejos también del peligro. Szpilman es atrapado por los nazis y atraviesa crueles peripecias. Ahora está escondido en una casa abandonada, derruida por las bombas, oscura, llena de ratas; él es, apenas, una más. Ahí, sin embargo, hay un piano. Vayamos al punto esencial: un oficial nacional socialista, que ama la música, lo encuentra, lo alimenta, no le pregunta su nombre, sólo le dice “judío” y cierta vez, luego de descubrir que es un pianista, se sienta y le pide que toque algo para él. Szpilman obedece y empieza, vacilante, con el Largo de la Balada N° 1 en sol menor de Chopin. Un “la” anuncia el comienzo de la balada. Es una redonda en clave de fa. La indicación de la partitura dice: pesante. Se trata de uno de los más inspirados comienzos de una partitura. El dibujo melódico se extiende luego del anuncio del “la”. El dibujo lo asumen las dos manos. Cada una toca una nota: do-fa bemol-sol-la bemol-fa bemol otra vez-mi-si-do-la bemol-mi bemol-si bemol-do hasta llegar al último aliento de esa frase: fa-mi bemol-re-re. Este “re” que la partitura exige tocar dos veces es el desmayo final, la cumbre del éxtasis romántico. Veremos más adelante cómo abordan los grandes pianistas este inicio. Szpilman, con muchas dudas, se ve muy nervioso, pero cada vez se va afirmando, cada vez Chopin irrumpe en ese sótano miserable y se instala entre esos dos hombres. Descarto toda discusión acerca de si el film de Polanski embellece el Holocausto con esta escena. Creo que “el judío” y “el nazi” se colocan al margen de la historia. El nazi también es pianista. Un mediocre pianista que apenas si arranca algo de ese instrumento, pero lo ama. Y ama a Chopin.
A lo largo de todos los años de su vida los hombres buscan a Dios. Poco se preguntan por lo divino en lo humano. Dos notables pensadores judíos lo hicieron. Martin Buber siempre habló de momentos en que la comunicación humana iba más allá y creaba su propia trascendencia. Este fenómeno se daba entre dos seres que compartían una experiencia de lo absoluto. Creada, a menudo, por ellos mismos. Pienso en las páginas de Yo y Tú. El yo-tú termina por realizarse fueran de las coordenadas del espacio y del tiempo. El yo-tú existe en el tú Eterno, que es (y aquí tal vez ya no siga tanto a Buber) el espacio de lo sagrado en lo humano. Entre ese “nazi” y ese “judío” sucede algo que está, no más allá, sino acá: una chispa de lo divino que penetra lo temporal. El nazi ya no es “el nazi”, el judío no es “el judío”. Están unidos por una experiencia religiosa sin Dios, sin trascendencia, que se da en el ámbito de lo humano, han creado un espacio absoluto, se ha establecido entre ellos una comunión sujeto-sujeto hecha posible por una música sublime. También Walter Benjamin habla de momentos en los cuales el Mesías entra en la historia por medio de hendijas. A esos momentos –no asequibles a todos ni asequibles fácilmente– cada cual puede darle el nombre que quiera. Creo que se trata de lo sagrado en el hombre, de lo divino sin dios, de la trascendencia inmanente, del reconocimiento absoluto del Otro, de la santidad de la existencia, de la espiritualidad absoluta, imposible de ser profanada, eterna. Ese instante que comparten “el judío” y “el nazi” por medio de la música de Chopin está fuera del tiempo, es eterno.
El pasaje que describí sirve para introducir el tema principal de la Balada. Son, en principio, seis notas. Chopin señala el pasaje: moderato, dolce. Las notas son: do-re-fa sostenido-si bemol-la-sol. Con esas seis notas, Chopin construye uno de los temas más hermosos (por ponerle un adjetivo a algo que está más allá de todo, del lenguaje incluso) de la historia de la música. En 1975, hastiado de la violencia demencial que arrasaba con toda posibilidad política en mi país, me recluí en mi casa. Luego de ir al trabajo, regresaba y no sabía qué leer, qué libro preparar, no tenía siquiera algunas ideas para garabatear un par de páginas. Entonces volví al piano. Me compré muchas partituras. Sabía que jamás habría de tocarlas. Pero quería intentarlo o, en su defecto, leerlas, estudiar su construcción. Terminé por concentrarme en dos: la Sonata en si menor de Liszt y la Balada N° 1 de Chopin. Estas dos obras marcaron hasta tal punto mi vida que bien podría decir que haberlas escuchado y estudiado (dentro de mis limitadas posibilidades) acaso sea suficiente para decir que valió la pena, que esa vida tuvo un sentido, que en medio del ruido y la furia de ese cuento que cuenta ese idiota y nada significa, existieron una sonata y una balada (escritas por dos compositores del romanticismo) que me abrieron la puerta inhallable de lo absoluto.
La Balada en sol menor de Chopin pertenece al campo de eso que se llama música absoluta. (Música absoluta no tiene nada que ver aquí con ese absoluto al que acabo de referirme.) La música llamada absoluta es la que no remite más que a sí misma. No se inspira en nada. Ni en una leyenda. Ni en un poema. Ni en un relato mítico. Cierta vez –George Steiner gusta contar este relato– Schumann interpreta algunas de sus Escenas Infantiles o un pasaje del Carnaval de Viena. Alguien del reducido público le pregunta qué quiso decir con esa música, qué significado tiene. Schumann lo observa un instante. Luego gira hacia el piano y toca otra vez la misma pieza: eso significa. Las baladas de Chopin son cuatro. Creo que la mejor es la primera y le sigue la cuarta. Ninguna de las cuatro es menos que una obra maestra. La Balada en sol menor fue compuesta en 1835. Chopin había compuesto ese año los Nocturnos 7 y 8. Y los Valses 2, 9 y 11. Tenía 25 años. Habría de morir a los 39. Como es previsible, conozco y atesoro muchas versiones de la amada Balada en sol menor. Siempre conviene empezar por la de Vladimir Horowitz, por la originalidad de su versión y por ser Horowitz. No vamos aquí a poner en cuestión la gloria de Horowitz. Aunque hubo quienes lo hicieron. Rubinstein decía: “Toca el piano como si Chopin, Schumann o Brahms sólo hubieran compuesto música para sus showy encores”. (Para “el show de sus bises”.) Más duro fue Vladimir Ashkenazy (un pianista totalmente diferente de Horowitz): “No es más que un high class entertainer”. Digamos: un showman para las clases altas. Bien, por decirlo claro: la versión de Horowitz es mala. El “la” pesante y prolongado de la apertura, Horowitz lo toca como si se tratara de un golpe de timbal. Lo es. Ese timbal dice: “Aquí está Horowitz”. Luego expone el tema de modo monótono y apenas audible. Esa es una partitura. Porque Horowitz toca dos. Entra en el segundo gran tema y se entrega a ese fenómeno que (algunos críticos, aceptándolo) llamaron su orquestación pianística. Que meramente consistía en añadirles notas a las partituras de los grandes compositores. Era un niño deslumbrado con su técnica asombrosa. Nadie desarrolló sobre un teclado las velocidades de Horowitz. Pero tocar el piano no es correr. “Correr no es mi problema”, le dice Martha Argerich a un director de orquesta. Y en seguida añade: “Al contrario, tal vez sí sea mi problema”. Y el director, con mucho ingenio y osadía, le responde: “Sí, Martha, a veces me recordás a Stirling Moss” (célebre corredor de autos británico). La enorme diferencia entre Horowitz y Argerich radica en que Argerich siempre encuentra el límite. Horowitz pierde conciencia de él. Así, el segundo tema de la Balada lo desarrolla con calma, pero es el mismo Chopin el que lo tironea al marcar la partitura crescendo, sempre crescendo y molto crescendo. ¡Para qué! Vladimir llega al acorde que culmina el crescendo y lo aborda haciéndolo explotar. Sin más, el acorde estalla bajo sus dedos poderosos. Son cinco notas en la mano derecha y una octava baja en la derecha. Esta ya no es la misma partitura. De modo que la versión de Horowitz es esquizofrénica. Y más aún: el pasaje presto con fuoco lo toca como si fuera un boogie boogie. Y las escalas son todas un vértigo. (Era un genio con las octavas. De aquí que la primera vez que tocó el N° 1 de Tchaicovsky, aun en Rusia, el director bajó del podio para ver si era cierto que ese pianista podía tocar octavas a esa velocidad. Podía, era Horowitz.) En el final, Chopin utiliza su tema central como inicio de la coda. Hay, luego de esa exposición, dos escalas ascendentes. Horowitz las aborda a una velocidad que quita la respiración. Pero de música, nada. Y entonces viene el final de la Opus 23. Si algún chopiniano quiere ofenderse o enojarse para siempre conmigo, que lo haga. Pero ese final de octavas en las dos manos, ascendentes y descendentes, no me gusta. Se parece demasiado al inicio de la milonga La puñalada, que, por otra parte, es muy linda. Siempre me devuelve al áspero mundo real. “Hasta en Chopin existe el error”, me confieso aturdido y retorno a él (a ese Error esencial que es hoy el mundo) con mayor sencillez. El mismo Chopin me condujo.
Hay otras versiones. Está la de Rubinstein, equilibrada, sólida. La de Murray Perahia, recomendable. Pero, durante estos días, traída desde el viejo pasado, la Deutsche Grammophon acaba de editar versiones de Martha Argerich, joven. En enero de 1959, a los 17 años, grabó, en la Radio de Berlín, su versión de la Balada en sol menor. Sólo el fraseo de la primera línea melódica establece su diferencia con todos los restantes pianistas. No toca ese primer “la” como si fuera un gong, anunciándose. Y llega al final (a ese “re” que se toca dos veces) quitándole el aliento a quien la escucha. Es tan sutil, es tan delicada la pulsación del primer “re” que uno cree (es más: está seguro y teme) que el segundo no suene. Porque no queda espacio sonoro para hacerlo sonar. Y no: Argerich llega al segundo “re” y lo entrega como el susurro de una frase que se extingue, como un aliento postrero y fatigado, que no muere, que sólo suspira, exhala desvaídamente, pero persiste en vivir. No habrá ninguna igual. Cuando ganó el Concurso Chopin en Varsovia (en 1965) le cantaron el Slata Lat (“Que vivas 100 años”). Sólo a Rubinstenin se lo habían cantado antes. Pero dicen los que conocen los misterios de la vida y de la música que –cuando se lo cantaron a Argerich– entre el público y cantando con toda su voz, y con desmedida alegría, estaba Chopin disfrazado de John Lennon. No me animaría a desmentirlos."

ahora las versiones antes mencionadas:
Horowitz:
Rubinstein:


Perahia: 

Argerich:
¡Saludos!
Juan Roleri

domingo, 4 de marzo de 2012

La Música bajo el Tercer Reich

Hola a Todos, como ya saben, en esta sección me dedico a hacer comentarios, análisis o citas de compositores/obras o momentos musicales. Sin embargo, para ampliar el espectro, voy a comenzar a reproducir y difundir los comentarios de críticos musicales o escritores que tengan conocimientos musicales.

En esta oportunidad, voy a difundir un escrito y un analisis muy interesante de José Pablo Feinnman acerca de la música del nazismo y la presencia de Wilhem Furtwängler como director de la Orquesta Filarmonica de Berlín en esos años.

"No era fácil elegir el título para estas pequeñas anotaciones. Podría haber sido: “Música y nacionalsocialismo”. Podría haber sido: “La música y el Tercer Reich”. O “La música y los nazis”. Elegimos, por fin, “La música bajo el Tercer Reich” porque señalaba una sumisión, un sometimiento de la música a lo político. Peor aún: a la tiranía. La expresiva y polivalente palabra “bajo” expresa aquí, en su modalidad de adverbio de lugar, la situación espacial de la música en esa etapa de la Historia. Estuvo, no autónoma y libre, sino bajo “algo”. Bajo el Tercer Reich. Al ser el Reich del hitlerismo, un Estado dictatorial y terrorista, ese título y esa palabra –“bajo”– indican una situación excepcional de la música. Se trata de una música instrumentada por un proyecto político, obediente a él y capaz –por motivos que deberán ser indagados– de expresarlo.
Los nazis fueron geniales en montar una escenografía para aterrorizar. De la mano de Albert Speer, se construyeron grandes edificios, estatuas anonadantes de los grandes mitos germánicos y hasta se llegó a diseñar una nueva Berlín que se desbordaría en grandes avenidas coronadas por svásticas e imágenes de soldados nacionalsocialistas que ya habrían conquistado, no sólo Europa, sino el Este frío del gran enemigo comunista, ya vencido y esclavizado. A esto se sumaba una cinematografía documental que –por medio de luces, primeros planos y travellings– atemorizara al espectador ante la grandeza de lo que estaba viendo: la expresión ceremonial del nacionalsocialismo, tarea que correspondió al enorme talento de Leni Riefensthal. En la música hubo una elección primera que no fue difícil: nada de compositores judíos, nada de música disonante o esa basura del atonalismo, coherente obra de ese “judío”, Arnold Schönberg. El caso de Schönberg ha merecido numerosos estudios. En septiembre de 1874 nace en Viena y en 1933 –más que sensatamente– emigra a Estados Unidos. Se instala –como Adorno y Horkheimer– en California. Aquí, ya sereno, sigue componiendo y cambia la grafía de su nombre, ya que le era posible escribirlo de otro modo acaso más comprensible y no necesariamente menos alemán: Schönberg. Como curiosidad, ninguno de sus biógrafos evita señalar que, como Hitler, era pintor. Algo que no tiene mayor relevancia. Es imposible ver en ese detalle apenas algo más que una casualidad. No hay nada que una a Schönberg con el alucinado autor de Mein Kampf. En California, el compositor vienés sigue desarrollando el método dodecafónico y componiendo con la serenidad espiritual que semejante tarea requiere. Entre sus mejores amigos está el que sin duda es otro genio del siglo XX, George Gershwin. Entre ambos hay dos diferencias esenciales. Schönberg compone siempre en base a su método. Gershwin (salvo en su apenas y mal valorada Segunda Rapsodia) nunca escapa de la tonalidad, pero su poder melódico es inmenso. La otra diferencia será siempre discutible pero –creo– cierta y fruto de meditaciones que todavía se evitan porque hieren. Schoenberg es el líder de “la música que el siglo XX no escuchó”. Gershwin no sólo fue escuchado y aclamado en vida y más aún luego de su muerte (como, digamos, Ravel), sino que hoy, en pleno siglo XXI, la gran pianista de jazz, la fenomenal Hiromi Uehara, lo nombra como uno de sus “compositores predilectos” (tiene pocos) y toca brillantemente la eterna Rhapsody in blue y Tengo ritmo. En algún momento abordaré la amistad entre Gershwin y Schönberg. Lo curioso (o acaso no tan curioso, pues los separaron más las elaboraciones mediocres de los críticos que sus talentos musicales) es que fueron buenos amigos. Al morir tan tempranamente Gershwin (1937),Schönberg, que recién moriría en Los Angeles un 13 de julio de 1951 (Gershwin había muerto en la misma ciudad y también en julio, el día 11), dirá: “Me parece, más allá de toda duda, que Gershwin fue un innovador. Lo que hizo con el ritmo y la armonía no es algo meramente estilístico”. Pero Gershwin no hubiera sobrevivido ni un par de horas en la Alemania nazi (aun cuando muchos jerarcas atesoraban secretamente discos con su música). Los elegidos del Reich fueron los grandes y puros de la música alemana. Ante todo, Wagner. Y luego Beethoven, Brahms, Bruckner y Richard Strauss. Pero, ¿qué gran orquesta y qué gran director se encargarían de llevarlos a los oídos de las masas y de los exigentes musicólogos de las salas de concierto?

La responsabilidad estuvo a cargo del ministro de Propaganda Joseph Goebbels. Algo que señala con claridad que –para los nazis– la música (aun la gran música y ésta sobre todo) formaba parte del aparato de propaganda. Wagner se emitía siempre que Hitler pronunciaba alguno de sus exaltantes discursos radiales. Goebbels decidió reforzar y pulir la Orquesta Filarmónica de Berlín. Que pasó a ser La Orquesta del Reich. A su frente confirmó al gran director del siglo XX en ese momento y acaso en todo el siglo: Wilhelm Furtwängler. Esta relación tensa, coinflictiva, que se inaugura entre Goebbels y Furtwängler ha sido objeto de varios libros y se ha popularizado por la obra teatral del talentoso y prolífico Ronald Harwood, Taking Sides, que hicieron en Broadway Ed Harris y Daniel Massey (en el papel de Furtwängler) y llevó al cine, en 2002, István Szabó con Harvey Keitel y el notable Stellan Skargärd que entrega un Furtwängler lleno de matices, dudas, dolores irreparables.
Pero hubo otra música bajo el nazismo. La de los campos de concentración. Y la del gueto de Varsovia. Aquí, basándose en un tema de un compositor judío soviético, Dimitri Pokrass, se creó una canción con una letra conmovedora: “Nunca digas que estás transitando el camino final/ Aunque cielos de plomo oscurezcan los días azules/ La hora que anhelamos llegará/ Nuestros pasos resonarán: ¡Estamos acá!/ Desde tierras de verdes palmeras a distantes tierras nevadas/ Llegamos con nuestro dolor, con nuestras penas/ Donde nuestra sangre ha caído/ Resurgirá nuestra fuerza, nuestro coraje/ El sol de la mañana dorará nuestro presente/ El ayer se desvanecerá con el enemigo/ Pero si el sol y el alba se demoran, como una consigna/ Pasarán de generación en generación estas palabras/ Esta canción está escrita con sangre y no con la cabeza/ No es la canción de un pájaro en libertad”. La canción termina retomando la esperanza guerrera de sus primeras estrofas: “La hora que anhelamos llegará/ Nuestros pasos resonarán: ¡Estamos acá!” Pienso que uno de los textos de esta canción, escrita en el lugar sombrío y esclavo en que fue escrita, está a la altura del Schiller de la Novena de Beethoven: “Esta canción está escrita con sangre y no con la cabeza/ No es la canción de un pájaro en libertad”. Pocas veces el ultraje, la injuria de la dignidad de los seres humanos, su devastación, fueron expresadas con tanta elocuencia. También ésa –y en un grado tal vez superlativo– fue la música del Tercer Reich, en la voz de las víctimas, de los torturados que aún se atreven a soñar con una hora en que sus pasos volverán a resonar, libres. (Consultar: Shirli Gilbert, La música en el Holocausto, Editorial Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010, edición exquisitamente cosida.)"
Espero que lo hayan disfrutado como yo.
Saludos
Juan R.